a invisibilidad y la característica manifestación tardía del maldito coronavirus sembraron el miedo en las primeras semanas de la pandemia. El bicho se expandía silencioso e implacable, y con su diabólico proceder sembraba la paranoia en las mentes de la gente y de los administradores públicos. Sentimientos de solidaridad y recelo pugnaban por prevalecer en la cola del pan, el desamparo se reflejaba en los ojos de las personas mayores y más vunerables, nadie sabía si se pasaba o se quedaba corto en sus precauciones, y mientras en los hospitales entraban las neumonías bilaterales como una incontenible vía de agua, en la calle se contagiaban sin saberlo los enfermos graves de las siguientes semanas. Ese sigilo que hace tres meses afloraba sentimientos cercanos al terror es el que ahora, con todo el mundo haciendo una vida bastante más normal de lo que nos imaginábamos, con las UCI vacías, enmedio de una campaña electoral, hablando de la reconstrucción de algo que quiza aún no se ha terminado de destruir, puede dar al traste con todos los sacrificios realizados. Aislar al virus es más sencillo cuando todo el mundo está encerrado, lo difícil es mantener la tensión ahora, cuando lo único que queremos es mirar hacia adelante, olvidar y disfrutar de la vida.