a verdad es que el coronavirus me tiene un poquito hasta las orejas. Después de pelear con sus derivadas durante tres meses, ya no me da el aguante para mucho más. Sí, ya sé. Escribir estas letras desde el ventajismo de quien lo ve todo desde una distancia prudencial parapetado en una redacción, y sin haber padecido las embestidas del bicho, es muy sencillo. Sin embargo, tener que informar día sí y día también sobre el estado de alarma, el confinamiento, las desescaladas, el paso de una fase a la siguiente, los estudios de seroprevalencia, y la inconsciencia de determinados partidos políticos que han visto en el covid-19 el mejor aliado para desgastar a las siglas rivales han logrado agotar mis reservas de paciencia. Para remediarlo, he decidido tomarme las cosas con muchísima más filosofía y hacer lo que acostumbra una generalidad de humanos: obviar que la pandemia sigue presente y que puede infectar y hacer enfermar todavía a muchísima gente. De esa manera, disfrutaré de debates tan sesudos sobre la necesidad de llenar ya las gradas de los estadios de fútbol o de discusiones tan peregrinas como la de la idoneidad de atestar las playas del litoral de guiris para ver si desde su color cangrejo son capaces de sortear la infección.