l otro día asistí a una de esas escenas que no hacen más que ahondar en mi pesimismo recalcitrante respecto a la naturaleza del ser humano. Caminaba por una de esas calles de Gasteiz en las que conviene ponerse de perfil para tratar de no molestar al resto de transeúntes. En aquella acera, de repente, apareció un ciclista con pintas de velocidad que obligó a la concurrencia a arrimarse a la pared para intentar no ser arrollada. Dado que el citado no hizo nada por respetar a las personas que por allí transitaban, una de ellas, a voz en grito, le conminó a abandonar aquella estrechez mientras le señalaba la parte central de la vía, reservada, lógicamente, para la circulación de vehículos. La reacción del cicloturista fue simple, enviando literalmente a su interlocutor a buscar un amante masculino e insultándole haciendo referencia a su presunta falta de luces. La situación, desde luego, fue violenta, pero esclarecedora sobre la capacidad que tienen ciertos integrantes de la humanidad para merecerse una bofetada con la mano abierta. Ahora me río yo de todos aquellos que aseguraban que tras superar la crisis sanitaria, el confinamiento y la situación tan excepcional ligada al covid-19, todos íbamos a salir mejores. Si es así, que venga Dios y lo vea.