l otro día caí en la cuenta de la ausencia de cualquier atisbo de moreno en mi piel. Parezco un lienzo en blanco esperanzo unas pinceladas de color aplicadas con maestría. Aunque, dadas las circunstancias -aún no he conseguido desescalar al estar amarrado a mi ordenador en la redacción que me acoge día y noche-, no es de extrañar mi albinismo sobrevenido, que puede considerarse otra de las consecuencias perversas que nos ha dejado como regalo el coronavirus de nombre impronunciable. En cualquier caso, me temo que mi nuevo tono me va a acompañar una temporada, dado que lo de irse de vacaciones se me antoja complicado. Si he de decir la verdad, no me he querido ni imaginar en un arenal equipado con mis bermudas para tapar decorosamente desde mi ombligo hasta las rodillas, con mascarilla, guantes de látex para embadurnarme de cremas y parapetado tras un metacrilato de separación para evitar contacto alguno con los vecinos de playa. Con ese panorama, casi mejor me quedo en mi mirador, que ya le he cogido cariño después de ansiar desde él cualquier excusa para poder poner los dos pies en la calle. En fin, supongo que habrá que esperar a ver cómo se desarrollan los acontecimientos, aunque no descarto excursiones por el parque de El Prado o viajes de placer a lo largo de Dato.