ndan los hosteleros haciendo el pino puente con las orejas para salir adelante. Después de afrontar el prolongado cierre de sus establecimientos -se quedaron sin Semana Santa y San Prudencio-, cuando por fin pueden volver a abrir, se enteran de que otros suculentos picos de negocio como el Azkena Rock y, sobre todo, las Fiestas de La Blanca también se van al garete. Algunos, bastantes, ni siquiera han reabierto todavía. No les compensa limitar su negocio a un terraceo tan limitado o a la comida para llevar si eso conlleva tener que afrontar nóminas de camareros y cocineros que no saben cómo pagar. Otros han apostado por abrir, siquiera para dar servicio a sus clientes, que también llevan más de dos meses sin poder echar un trago al aire libre. Pero el horario es reducido y el trabajo mucho para, seguramente, escaso beneficio. Hay que agradecerles su vocación y también me gustaría hacerme eco de algunas quejas que tienen que ver, sobre todo, con la desinformación imperante en estos tiempos de crisis y cierta improvisación. La amenaza de cuantiosas sanciones les agobia y más aún si se les traslada a ellos el papel de vigilantes. Las denuncias vecinales abundan y, a veces, algunos policías demasiado interpretativos parecen más empeñados en multar y clausurar bares que en echar una mano.