l otro día leía que en un portal de un edificio de viviendas ha aparecido una nota anónima pegada en el ascensor en la que un cobarde solicitaba a una de sus vecinas, cajera de un supermercado, que se buscase otra casa para evitar su potencial como posible transmisora del covid-19. El hecho en sí me pareció repulsivo y me provocó una arcada y una recaída en mi pesimismo recalcitrante respecto al ser humano. Así que, todo el trabajo de introspección y autoafianzamiento zen que había realizado durante las últimas semanas congraciándome con la humanidad se fue al garete en cuestión de segundos. Supongo que no hay remedio para esta especie, que es la única sobre la faz de la Tierra capaz de joder al prójimo por el placer de hacerlo, sin más misterios ni miramientos. Entiendo que el miedo es libre y totalmente subjetivo. Faltaría más. Y más, si se tiene en cuenta que estamos metidos hasta el corvejón en una situación endiablada de la que no sabemos muy bien cómo vamos a salir. Lo que ocurre es que hay comportamientos que sobran, por ridículos, y por menospreciar la más elemental noción de solidaridad. Aparte, morder la mano de quien te da de comer, a riesgo de su propia salud, me parece poco inteligente.