upongo que ya habrán oído hablar de ella. Valentina es otra de esas mujeres y hombres que estos días se merece un aplauso. Seguramente, no la conozco, se lo merece todos los días independientemente de coyunturas pandémicas. Valentina es la mujer que se encargó el miércoles en el pleno de la cuarentena en el Congreso, con apenas cuarenta diputados desperdigados por los escaños, de desinfectar la tribuna de oradores después de cada intervención. Parapetada tras una mascarilla y con las manos enfundadas en unos guantes, limpió la barandilla de acceso a la tribuna, el micrófono y la propia tribuna tras cada paso de los portavoces. La Cámara Baja, con esa imagen de erial. Dijo Cayetana Álvarez de Toledo, “el Congreso no se cierra ni en guerra”. Y es que, efectivamente, un Parlamento no debería cerrar jamás en una democracia. Pero no era mi intención entrar en este debate, si es que lo es. Yo quería hablar de Valentina, porque la vi el miércoles por televisión y pensé que ella, con su protagonismo en la tribuna del Congreso, podría ser un símbolo de esta distopía en la que nos hemos sumergido sin apenas darnos cuenta. Igual que aquellas mujeres -mujeres subrayo- que protagonizaron los prolegómenos de aquel debate electoral televisado el pasado abril, pasando las mopas al plató entre los -ellos, subrayo también- candidatos.