Supongo que es evidente. Ya no soy un chaval. Cierto es que, cuando me miro en el espejo, aún me veo fresco y lozano como una flor de primavera, aunque no sé muy bien si ese reflejo tan optimista se debe a mi mirada cada vez más selectiva o a los efectos de los múltiples cuidados que me ofrezco. Sea de una manera o de otra, con los años se hace muy evidente que el cuerpo humano requiere más sesiones de chapa y pintura que antaño. Se necesita mejorar la carrocería con un poco de outfit y otro poco de gym. Son las soluciones más socorridas para disimular los estragos de la acumulación de grasas aquí y allá. Ya saben que la procesión, y los achaques, suelen ir por dentro y, a estas edades, también por fuera. Hay que plantearse la vida con ciertas dosis de paciencia, porque cuando no cruje una rodilla, molesta la cadera y cuando ambas están en orden, es la muñeca la que reclama su revisión médica. La memoria empieza a obstruirse y las pérdidas de visión y oído no ayudan al conjunto. Ante semejante panorama, siempre queda la posibilidad de fomentar la necesidad perentoria de enfrentarse a retos físicos y deportivos cada vez más atrevidos como remedio a la nostalgia por aquellos maravillosos años. Desgraciadamente, la realidad acostumbra a ser tozuda y a poner a cada cual en su sitio.