No soy objetiva, cada vez me molesta más el cachivache ese que llamamos smartphone, teléfono inteligente... Empiezo a fraguar la teoría de que lo llamamos inteligente por contraste... con nosotros mismos, por lo que nos atonta, digo. Sigo defendiendo la idea de que es más relevante el uso que hacemos de las cosas que las cosas en sí, por aquello del ser humano y el libre albedrío y demás. Pero, dicho esto, no puedo tampoco evitar recordar cosas como declaraciones de gurús -a saber con qué veracidad, admitámoslo, son tiempos de postureo- de Silicon Valley asegurando que restringen a sus hijos el uso de este tipo de dispositivos. Aunque tampoco es esto lo que más me llama la atención. La imagen más inquietante es la de ese grupo de personas reunidas en algún espacio, en un parque, en un bar o el comedor de casa, eficazmente concentrados y sincronizados en el deslizamiento de dedo sobre sus respectivas pantallas, conectados con el mundo y desconectados de la vida. Carca, me dirán. Pues sí, seguramente. Lola Herrera, toda una vida sobre las tablas, interrumpía el otro día su monólogo de Cinco horas con Mario y abandonaba un rato el escenario no sin antes pedir al dueño/a del teléfono que no dejaba de sonar en el teatro que por favor lo apagara. Lo dicho: conectados con el mundo, desconectados de la vida.