Pongamos que se llamaban Chang, Huang, Mao, Qiang, Jian, Gao o Ming. Estoy segurísimo de que no formaban parte de la historia del baloncesto. Quizás, ni siquiera sabían botar la pelota, driblar o encestar como los ángeles con el aliento del rival notándose en el cogote. Supongo que no habrán firmado un autógrafo en su vida, ni ganado todo lo ganable con los Lakers o con la selección norteamericana. Estoy convencido de que ninguna compañía de moda deportiva les firmó un contrato de exclusividad para vestirles de arriba abajo a cambio de una lustrosa cantidad de millones de dólares. Simplemente, estaban en el lugar equivocado en el peor momento, cuando un coronavirus de lo más belicoso va camino de dejar pequeño a su primo lejano, aquél que instigó el SARS que acabó con la vida de alrededor de 800 personas en 2003. Sus identidades (aquí figuradas) se desconocen o no se quieren conocer porque, al parecer, aquello es cosa de chinos. Algo remoto. De otro mundo. Nada que ver con lo que sucede en occidente, donde preferimos cantar las alabanzas del ídolo fallecido en accidente, que seguro que se merece todas las consideraciones y alguna más. Qué especie ésta, que acostumbra a ahuecarse al calor de los valores del mejor marketing.