desencajado y ojeroso, el militar de pelo rapado y porte marcial apenas podía mantener la compostura tras su jefe, que lanzaba un surrealista discurso en el que glosaba el tamaño de sus misiles, aseguraba que a Soleimaní había que haberlo matado antes, se jactaba de haber ejecutado a miles de combatientes del ISIS y amenazaba a diestro y siniestro para ocultar que el asesinato del general iraní fue fruto de un calentón y que no se atreve a subir la apuesta, y eso que la reacción de Irán ha sido tan efectista como medida, previo aviso incluido para que a la hora del bombardeo no hubiera nadie en las bases atacadas. El militar, cuyos ojos reflejaban a una vez terror e incredulidad, parecía estar viviendo algo que jamás hubiera imaginado vivir, y representaba con su expresivo rostro a la perpleja comunidad internacional, que ve inquieta y desconcertada cómo la primera nación que adoptó la democracia moderna ha entregado el maletín nuclear a un payaso. Se habla de nuevos yacimientos petrolíferos en Irán, de oscuras operaciones bursátiles, del impeachment y las elecciones; se buscan razones para explicar un hecho detrás del que, quizá, no hay más que la falta de fundamento de un personaje que parece el malo de un cómic de Marvel.