Como a un Cristo, dos pistolas. Así de coherente me veo yo al frente del comité organizador llamado a implementar con profusión de lujos y el boato imprescindible los festejos navideños en mi casa. El caso es que, sin saber muy bien cómo ni por qué, una vez investido (quizás, embestido) tendré que hacer equilibrios entre mi espíritu total de Grinch convencido y militante y la necesaria parafernalia que requiere una ocasión como ésta, muy esperada por aquellos que viven y suspiran por el espumillón, por la decoración más kitsch y menos minimalista y por la obligación de cebar y de cebarse y de engullir reiteradamente calorías como si no hubiera un mañana. Aún tengo que repensar mi estrategia al respecto para no defraudar a quienes han optado por confiar en el espíritu de la contradicción para tales menesteres, pero sólo pensar en ello me provoca ardor de estómago, malestar generalizado, insomnio, ansiedad y un estrés que no tiene buen diagnóstico. Y, sin embargo, hay algo que me tranquiliza, al menos, superficialmente, y es que sé a ciencia cierta que estos síntomas afectan a esta hora a, al menos, un individuo en cada una de las casas de la ciudad. Soy así de mezquino, pero ya saben que mal de muchos, consuelo de tontos...