recién anunciado el acuerdo de gobierno entre Sánchez e Iglesias, tras cinco meses pendiente de reuniones huecas, tres de precampaña, una semana de campaña comprimida, una intensa fiesta de la democracia y un maratoniano lunes postelectoral, exhausto física y psicológicamente, me dispongo a recuperar mi vida, como Rivera, y lo primero que voy a hacer va a ser cargar el altavoz portátil y volver a mi cocina, de donde, a veces pienso, nunca debí haber salido. Allí el tiempo solo corre para medir los minutos de cocción, y la mente alcanza sin esfuerzo ese vacío reparador, ese equilibrio perfecto entre la euforia y la disforia que a la gente le cuesta cientos de euros en cursos de mindfulness. Allí el rythm&blues, Cicatriz, Chavela Vargas, Cream y Laboa se suceden en plural armonía, con la misma naturalidad con la que el potaje más clásico y ortodoxo convive fogón con fogón con audaces experimentos, abordados siempre desde la premisa de que, como decía Cavafis, lo importante es el camino, y si sale una mierda de guiso se tira a la basura y ya está. Allí, en ese compartimento estanco, no entran las pasiones y miserias del género humano, y si entran las succiona la campana. Allí la química está al servicio de la poesía, del placer y de la imaginación.