no era de esperar que en medio año los cinco partidos más representativos de España cambiaran a sus líderes -aunque si lo hubieran hecho igual yo no me estaría comiendo otra campaña-, y por ello el lunes se repitió la desoladora imagen de abril, cuatro hombres en un plató, más Abascal, para vender su producto a un país en el que la mitad de la población son mujeres. Más allá de lo impepinable de este hecho concreto, casi dos años después de aquella explosión morada que sacó a la calle a decenas de miles de mujeres de toda condición, ni los partidos reivindican la igualdad con el ardor pretérito, ni la gente sale a la calle masivamente para denunciar una sentencia, la de Manresa, tan desconcertante o más que la de Pamplona; ni se visualiza debate alguno sobre cómo debe ser el feminismo del futuro. Aquí de igualdad ya solo habla Vox, a su manera, y la explicación a este curioso fenómeno es, en mi humilde opinión, tan sencilla como cruel. Se ha pasado de moda. La opinión pública se aferra a las causas hasta el exceso, las exprime y, desfondada, las arroja a la basura sin haber arreglado gran cosa y, en el peor de los casos, estropeando algunas. Y por eso ésta, como todas las luchas sociales, basará su éxito en la tenacidad de quienes, de verdad, creen en ella.