dicen que Rocío Monasterio firmaba sin ser arquitecta, que Ada Colau daba contratos a dedo a la empresa que organizó el 1-O, que Errejón tiene una sociedad pantalla para recaudar fondos y que el PP nos bombardea con propaganda encubierta para que no vayamos a votar si no es a ellos. Llega la campaña y con ella los escandalillos de usar y tirar, a veces ciertos, a veces inexactos, a veces exagerados, y que nadie recordará el 11 de noviembre; los golpes bajos para ganar a los puntos, el codazo en la pugna por el rebote, la mierda recolectada con esmero durante meses para sacarla del cajón cuando el indeciso empieza a pensar qué papeleta elegir. La basura de fácil digestión, el efectismo, se imponen sobre los programas de cada partido, que existen, se difunden y se defienden, pero que no caben en un tuit. Y entre tanto ruido, nadie se da cuenta de que en las protestas de Barcelona se empiezan a oír las mismas cosas que en Santiago de Chile o en la Francia de los chalecos amarillos, de que todos los europeos hemos sido víctimas, todavía presuntamente, de una estafa de 55.000 millones de euros, y de que si se te acumula el gas en casa y no estás a lo que tienes que estar no te darás cuenta hasta que una chispa lo haga explotar.