solo dos días para la celebración este viernes del Pleno del Parlament en el que se debatirá y votará la investidura del nuevo presidente de la Generalitat, Catalunya continúa sumida en una incertidumbre que añade aún mayor tensión política y enfrentamiento que anticipa una indeseada situación de inestabilidad. De hecho, las formaciones políticas -en especial, las independentistas, llamadas, dados los resultados electorales, a liderar de nuevo el Govern- parecen instaladas en el pulso permanente entre ellas, en una especie de secuela del que mantuvieron durante la campaña. En esta situación de impasse, el preacuerdo alcanzado entre ERC y la CUP ha venido a añadir tensión al entender JxCat que supone un elemento de presión hacia el partido de Carles Puigdemont, que sigue manejando desde Waterloo los hilos de la estrategia de la formación soberanista y que ha acogido con indisimulado malestar haber sido ninguneado en la negociación entre Esquerra y los anticapitalistas. La tradicional desconfianza entre los partidos independentistas, enmarcada en la rivalidad que mantienen sobre el liderazgo de este bloque político y que protagonizó su cohabitación dentro del anterior Govern, sigue enquistada, condicionando de manera peligrosa el logro de acuerdos que vayan más allá de lo meramente simbólico y la estabilidad institucional, social y económica de Catalunya. La victoria electoral de ERC sobre JxCat no ha zanjado la batalla a medio plazo. Por ello, no es difícil ver en la maniobra de los republicanos una utilización de su acuerdo con la CUP para condicionar la negociación con Junts. La respuesta de JxCat, que llegó a afirmar que no quería un Govern “inestable, de peleas, un Vietnam”, deja bien a las claras tanto la realidad de lo que significa en realidad este pacto como su propia posición ante el mismo. El escenario no es, por tanto, el más cómodo para la conformación de un Govern que debe afrontar problemas mayúsculos en plena pandemia y que precisa de una plena garantía de estabilidad. No parece que el acuerdo ERC-CUP se la dé. De hecho, las bases de la formación radical anticapitalista -siempre imprevisibles- aún deben avalarlo. E icorporar a Junts a contra reloj sin amplias contrapartidas se antoja muy complicado. La investidura de Aragonès sigue, por tanto, en el aire como una metáfora de la realidad política de Catalunya.