a Monarquía como fórmula de organización de la Jefatura del Estado es un modelo relativamente extendido en Europa, que ha hecho por legitimarse mediante procedimientos constituyentes que la vincula a un régimen democrático y un estado de derecho. Aunque esta práctica, por sí sola, no solventa el cuestionamiento de su legitimidad ni despeja la incongruencia de un derecho de sangre en sociedades que se reivindican igualitarias y así lo proclaman en el articulado de sus constituciones. Sin embargo, en algunos países de nuestro entorno ha servido para solventar buena parte de sus inconvenientes hasta dotar a la institución, por muy anacrónica que pueda resultar, de cierta estabilidad. Más allá del folclorismo que conlleva la exhibición de la corona como símbolo y representante interno e internacional de un Estado, hay socios de la Unión Europea cuya vitola de progreso -Dinamarca, Noruega, Suecia,...- convive con monarquías constitucionales estables. Pero lo que la experiencia dicta es que la institución no sirve por sí misma para cohesionar realidades sociopolíticas y culturales diferentes cuando la Corona pretende simbolizar un modelo nacional no equilibrado. La adhesión que un proyecto de Estado no concite por carecer de reconocimiento del carácter plurinacional de sus realidades sociopolíticas no lo resuelve la figura del jefe del estado. Bien al contrario, en el caso español, su representación como cabeza de las Fuerzas Armadas y emblema de un modelo de unidad inquebrantable, que no de adhesión libre, hace de la figura del rey un recordatorio constante de la necesidad de imponer por la coerción y no de unir por la convicción. Los últimos acontecimientos en torno al rey emérito, su actuación patrimonial privada inseparable de su función pública de décadas y las actividades de su familia enfrentan ante la evidencia de que, si el objetivo de la Corona es aportar estabilidad y adhesión a su simbolismo, en el Estado español ha fracasado y lleva camino de quedar convertida en emblema de un nacionalismo abusivo hacia la periferia. No cabe ocultar ese factor de inestabilidad para la institución y, por ende, para la propia arquitectura del Estado que sostiene ese hilo. Ese modelo no es un valor en sí cuando, como es el caso, no aporta estabilidad a la convivencia y a los principios democráticos. Y no puede depender de a quién le corresponda el encargo en cada generación.