l rechazo, sostenido en derecho, no tanto en la lógica, del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco (TSJPV) a la restricción del número de personas en agrupaciones sociales como forma de combatir la transmisión del coronavirus ha llevado al Gobierno Vasco a la necesidad de transformar en las nuevas órdenes dictadas por la consejera de Salud la prohibición de grupos de más de seis personas por una recomendación en el mismo sentido. Es decir, lo que en principio era un veto desde la autoridad de la administración, y por tanto su incumplimiento sancionable, se convierte en un consejo, una apelación al sentido común y la responsabilidad individual de los ciudadanos. En definitiva, al buen juicio y criterio de oportunidad social y salud pública que se ha echado en falta en el empleo razonado del derecho por el TSJPV. Porque razonado no significa razonable. De hecho, que las medidas a adoptar por quien tiene competencia para hacerlo con la urgencia que las situaciones de emergencia requieren (y la justificación del todavía incierto conocimiento científico -y ese sería otro debe- sobre la transmisión del SARS-CoV-2) puedan ser paralizadas por lecturas estrictas de la legislación que, sin embargo, está obligada a adaptarse a una realidad cada vez más rápidamente cambiante, ni siquiera responde a la protección del ciudadano que la ley y quienes la interpretan deberían tener como fin. No en vano, esa lectura ni puede ni debe obviar su influencia en la contención o proliferación de actitudes sociales que, ajustadas a derecho o no, pueden suponer un potencial riesgo para la salud de las personas. Dicho lo cual, cabe interrogarse también por una cuestión previa, prelegal si se quiere, como la necesidad de que toda actividad necesite ser regulada, normativizada, más allá de esa apelación al sentido común y la responsabilidad individual incluso cuando estos interesan a la salud propia y ajena. Es decir, a preguntarse por la incapacidad de la sociedad para autorregularse en cuanto a las actitudes que benefician o perjudican a quienes la componen y conviven en ella. Y especialmente en este caso la respuesta es sencilla: la primera, la necesidad de regular la actividad mediante leyes u órdenes, surge de la segunda, de la incapacidad de la sociedad para autorregularse, autocontrolarse, e impedir su propio perjuicio. Convendría tenerlo en cuenta en nuestro día a día.