olo 24 horas después de que el president de la Generalitat, es decir, la mayor representación institucional de Catalunya, y legalmente también representante del Estado en dicha comunidad, fuese inhabilitado durante año y medio por desobedecer las órdenes de un órgano administrativo, la Junta Electoral Central, que limitaban derechos fundamentales como los de expresión y libertad ideológica a raíz de una denuncia política y en una lectura cuando menos restrictiva del art. 50.2 de la ley electoral, la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional acordaba ayer absolver de los delitos de estafa y falsedad contable a los 34 acusados en el juicio por la salida a Bolsa de Bankia, entre ellos el expresidente de la entidad, ex director general del FMI y exvicepresidente económico del Gobierno español, Rodrigo Rato. Si, en el primero de los casos, la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo consideraba motivo de una sanción con la gravedad de la prolongada incapacitación política una desobediencia administrativa sin más consecuencias que el supuesto agravio a la igualdad de oportunidades electorales denunciado nada desinteresadamente por dos partidos políticos; en el segundo, la Sala de lo Penal de la AN no halla motivación jurídica para sancionar las irregularidades de una operación financiera que causó perjuicios económicos al menos a más de diez mil pequeños accionistas. Se basa para ello en el beneplácito de los supervisores bancarios y llega a ignorar la denunciada falsedad de las cuentas anuales de Bankia del ejercicio 2011 debido a un mero requisito temporal que, según el tribunal, impide considerarlas como tales cuentas “en sentido estricto”. O a justificarse en la no personalización hacia los acusados en el juicio de las acusaciones contra la entidad que estos dirigían. Y tanta disparidad en el criterio y consecuencias de la interpretación de la legislaciones penales por parte de los tribunales en estos y otros casos influidos por intereses ajenos o adyacentes a los de la propia justicia que pervierten la interpretación de la ley causan conmoción y confusión social y generan una paulatina deslegitimación de las decisiones judiciales y, con ella, desconfianza en quienes las imparten. Motivo suficiente para proceder a una urgente y profunda revisión de un sistema cuya última reforma data de hace más de un cuarto de siglo y cada vez más distante de la sociedad a la que controla pero a la que, sobre todo, debería servir.