ra inevitable que el mantenimiento de una dictadura, aunque con ropajes democráticos, en el corazón del continente europeo terminaría por explotar. Aunque ya se adivinaban signos, el clamoroso fraude perpetrado por Alexandr Lukashenko en las elecciones presidenciales celebradas el pasado día 9, en las que se autoproclamó vencedor con cerca del 80% de los votos, ha sido el detonante de lo que debe ser el principio del fin del régimen. Desde el primer momento, la población bielorrusa se echó a la calle mediante manifestaciones y huelgas en protesta por la estafa electoral, lo que ha provocado una brutal represión, denunciada por diversos organismos internacionales. Sin embargo, Lukashenko -un tirano, al fin y al cabo- no solo no ha cedido ni un ápice sino que ha dejado claro que no abandonará nunca el poder -“mientras no me matéis, no habrá otras elecciones”, llegó a afirmar ante unos obreros que le increpaban y le exigían que se fuera-, ha desoído a su pueblo y a la comunidad internacional y ha incrementado la represión, cerrando fronteras e incluso ha abierto una causa penal contra el consejo coordinador de la oposición que propone un traspaso pacífico del poder mediante nuevos comicios. Hay que recordar que la líder opositora, Svetlanda Tijanóvskaya, probablemente la ganadora real de las elecciones, se encuentra exiliada en Lituania tras huir por las amenazas recibidas. La decisión tomada el miércoles por los líderes de los Veintisiete mediante la que la Unión Europea no reconoce los resultados de las elecciones al tiempo que exige una solución democrática, tal y como exige la población bielorrusia, es un paso importante, aunque no será suficiente para revertir la situación. Lukashenko se convierte para la UE en un presidente ilegítimo, aunque es dudoso de que eso le haga mella. Tampoco, a buen seguro, cederá ante las sanciones que le pueda imponer Bruselas. La extraordinaria influencia que tiene Rusia sobre el país -formó parte de la URSS-, que depende económicamente de Moscú, es la verdadera clave. Vladímir Putin tiene, por ello, la llave, lo que no resulta muy halagüeño desde el punto de vista democrático. Bielorrusia no puede tampoco ser objeto de un pulso. Es necesaria una transición acordada con nuevas elecciones, para lo que es absolutamente obligada y necesaria la salida del poder de Lukashenko y su séquito corrupto.