a pretensión de Juan Carlos I, con ella la de la monarquía borbónica representada ahora por Felipe VI, de que la salida de España de quien todavía ostenta el tratamiento de rey emérito palíe las consecuencias del escándalo producido por los graves delitos fiscales y económicos que el anterior Jefe de Estado español presuntamente habría cometido tanto durante el ejercicio del cargo como tras su abdicación no se puede considerar sino una burda desconsideración hacia los ciudadanos que han cumplido y cumplen con las obligaciones que el Estado les impone y exige. La misiva de Juan Carlos de Borbón a su hijo, también heredero de la corona y los privilegios derivados de la misma que permitieron a su padre actuaciones como las que ahora se investigan, aunque esto convenientemente se omita en la carta, así como su traslado a la opinión pública en un comunicado de la Casa del Rey que elude valorar la actuación del anterior monarca, es un (otro) enjuague -“negociación oculta y artificiosa para conseguir lo que no se espera lograr por los medios regulares”, según la RAE- por el que los gobiernos españoles, encargados de refrendar los actos del monarca y responsable de estos, según el art. 64 de la Constitución, han tratado de proteger al régimen monárquico impuesto por el franquismo y acatado para la transición a la democracia. Así lo admite, de hecho, el propio Gobierno del Estado cuando apunta que conocía con bastante antelación cuál iba a ser el proceder de Juan Carlos I; así lo demuestra la valoración de la Moncloa sin siquiera nombrarle; también la de los dos partidos, PSOE y PP, que se han venido alternando en el poder durante las décadas en que el monarca emérito, según se deriva de las investigaciones judiciales, se habría aprovechado de la jefatura del Estado para hacer acopio de beneficios personales; y así lo confirma buena parte de la opinión publicada por la prensa española. Es sin embargo improbable que todo este proceder sirva indefinidamente al pretendido fin de preservar la monarquía y la actual concepción del Estado español de los profundos problemas que le aquejan y que, extendidos por todos sus poderes, llevan tiempo advirtiendo de su descomposición. No puede hacerlo cuando para proteger al monarca -“símbolo de su unidad y permanencia” y “la más alta representación del Estado español”, según la Constitución- opta por replicar y actualizar dichos males.