a investigación por la Fiscalía suiza de la actividad de determinadas cuentas bancarias correspondientes a dos fundaciones off shore-Lucum y Zagatka- relacionadas con el rey emérito, Juan Carlos I, y la publicación por el diario británico The Daily Telegraph del cobro a través de ellas de presuntas comisiones que al menos en parte se transfirieron a amigas del monarca que así lo han admitido no solo cuestiona a este, tal y como se pretende. Más allá de la tardía reacción ante el escándalo del actual rey, Felipe VI, pese a haber tenido constancia al menos desde hace un año de la situación, también de que él mismo figuraba como beneficiario de las fundaciones; y asimismo más allá del verdadero alcance de su renuncia a esa parte de la herencia, que solo ahora ha hecho pública, y de la retirada de la asignación que la Casa Real aún destinaba al rey emérito; la gravedad radica en que el proceder de Juan Carlos I se ha amparado y solo ha sido posible precisamente por las prerrogativas que la Constitución concede al monarca y muy concretamente a través del artículo 56.3 de la Carta Magna por el que “es inviolable y no está sujeto a responsabilidad”. Artículo, por cierto, que aun ahora ha sido esgrimido por formaciones políticas del Estado (PSOE, PP y Vox) para impedir una investigación parlamentaria sobre las finanzas de Juan Carlos de Borbón pese a que, por su condición de emérito, ni siquiera gozaría ya de esa inmunidad, tan irracional como injusta y reñida con un sistema democrático. Por ello mismo, que durante su reinado Juan Carlos I hubiese podido utilizar mecanismos financieros opacos vetados a los ciudadanos y perseguidos por la justicia, hubiera cobrado millonarias comisiones como beneficio personal paralelo a la labor de representación del Estado que la Constitución le otorga o pagado con ellas -¿exclusivamente?- sus gastos privados no es ni siquiera únicamente un escándalo cuyas responsabilidades deben dirimirse más allá de la citada inviolabilidad en un juzgado. Muy al contrario, la impunidad de su proceder cuestiona de raíz las prerrogativas reales aún hoy vigentes y con ellas -a través del refrendo de los actos del rey por el gobierno a que la Constitución (art. 64) obliga- y pone en entredicho a la Casa Real española y con ella a la propia institución de la monarquía y al sistema en que esta se encardina y que la protege.