Difícilmente cabía esperar del discurso del Jefe del Estado un giro copernicano a la línea mantenida en los últimos años, muy mediatizada por el estado de cosas derivado de la crisis territorial, que tiene en Catalunya su máximo exponente. En ese sentido, lo mejor que se puede decir del mensaje de Felipe de Borbón es que no incidió en el error de confrontar y reprender a quienes, en el Estado, conciben un modelo diferente, plurinacional. Con los precedentes conocidos, en los que el monarca adoptó una postura beligerante y alineada con los intereses políticos de los gobiernos del PP en lo más crudo de la pugna con el soberanismo catalán, que obviara el choque argumental es casi un gesto de distensión. No obstante, le faltó de nuevo establecer una reflexión sobre el conjunto de la realidad del Estado. Felipe VI argumenta desde el modelo de Estado que garantiza la propia sostenibilidad de la institución de la monarquía. Nadie tira piedras contra su propio tejado cuestionando su propia legitimidad, pero a sus mensajes les sigue faltando la inteligencia política de reconocer la vigencia legítima de la divergencia. Cuando reclama no caer en lo que llamó “autocrítica destructiva” a la hora de analizar la realidad del Estado español y su proyecto de futuro, patina hacia la autocondescendencia, que es la antesala de la arrogancia. El pasado está lleno de aciertos y errores en materia de construcción de la convivencia pero, si el jefe del Estado pretende consolidar un futuro estable, su mensaje de confianza en España como proyecto compartido tendría que ser capaz de acoger a los discrepantes. Que la Corona española no tenga mensajes de reconocimiento para los nacionalismos periféricos catalán o vasco es una tradición; que alimente los discursos del nacionalismo de la metrópoli es un error si realmente cree en las posiblidades de consenso a las que alude. Ante las dos vías posibles de gestión de la convivencia -adhesión por la vía del reconocimiento o sumisión por la de la fuerza de las leyes y la coerción-, su enfoque alienta a quienes solo conciben la segunda. Ciertamente, estos son representativos de una fracción de la realidad, la más homogeneizadora. Pero el jefe del Estado sigue dando la espalda a la parte más incómoda, por reformista, de esa realidad. Sin el reconocimiento de esa parte, la aboca a la confrontación.