Cuarenta y un años después del referéndum que aprobó la Constitución, su interpretación -y aplicación- se ha restringido a una tesis dependiente de su art. 2, que sitúa el fundamento constitucional en la “indisoluble unidad de la nación española” pero al tiempo, aunque esto se omita, “reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran”. Dicha lectura antepone la primera parte del artículo a la segunda, que no especifica límite a la autonomía como “potestad de autoorganización y formulación de políticas propias en materias de su competencia, incluso mediante leyes, reconocida por la Constitución y definida en su estatuto”, en definición jurídica aplicable en el Estado español. Se puede interpretar, efectivamente, que esa segunda parte, la autonomía, se halla supeditada a la primera, la unidad, pero en ese caso el art. 2 (y su primera parte) estaría supeditado al anterior art. 1, por el que España “se constituye en un Estado social y democrático de derecho que propugna como valores superiores del ordenamiento jurídico la libertad, la igualdad...”. Es decir, la “indisoluble unidad” estaría subordinada a la condición democrática del Estado. Y, dicho esto, cuando se exige respeto y cumplimiento de la Constitución como cortapisa a determinadas exigencias de autogobierno, cabe comparar su legitimidad democrática con la de la otra ley fundamental que forma parte del bloque constitucional, el Estatuto de Autonomía del País Vasco, autodefinido en su art. 1 como “norma institucional básica” de Euskadi. 693.310 vascos (44,7%) votaron (6-12-79) en el referéndum de la Constitución; 921.436 (58,8%) lo hicieron menos de un año después (25-10-79) en el del Estatuto. La primera se aprobó en Euskadi con el 69% de los votos pero el 30% del censo; el segundo, con el 90% y el 53%. La distancia en valor democrático es evidente, pese a lo que se apremia a cumplir aquella y se mantiene incumplido este. Una distancia que fundamenta, cuando ambas leyes constatan en sus disposiciones adicionales los derechos históricos, interpretaciones exentas de supuestos corsés constitucionales y más acordes a las que en derecho internacional defienden que la autodeterminación puede articularse en cualquier forma de relación conforme a las aspiraciones del pueblo o que asocian su ejercicio a la existencia de un gobierno representativo, como en la Resolución 2625 (y otras) de la ONU.