n un momento de efímera euforia se le puso el nombre de nueva normalidad, que fue un fiasco porque resultó vista y no vista. El covid-19 nos engañó y, agazapado, nos permitió soñar que volvíamos al viejo orden de las cosas pero era un espejismo. Y así, a merced de cada nueva variante del bicho, se han sucedido hasta seis olas con su carga de muertos y contagiados, con nuestra normalidad de vida menguada de sobresaltos y restricciones. El pasado 20 de abril, por real decreto, la autoridad competente ha decidido que hasta aquí hemos llegado con ese malvivir y ha dado permiso para despojarnos del símbolo más visible de la pandemia que nos ha acompañado durante 700 días, la mascarilla.

Es curioso que todavía haya quien interprete que la ausencia del adminículo tapabocas supone el fin de la pandemia como si fuera el perro muerto con el que se acabó la rabia. La liberación de la mascarilla se ha entendido por algunos como la recuperación de aquella normalidad previa al coronavirus, como el cierre del paréntesis que nos anuló la vida, como la licencia para restablecer los gozosos usos y costumbres. Por muchas advertencias y prudencias que nos echemos, la abolición del símbolo parecerá que nos ha devuelto la vida, pero ya no será lo mismo.

La reacción ha sido que con solo el anuncio a fecha fija de la obligación, ya las mascarillas fueron a tomar por saco para buena parte del personal. Y como anticipo del ansia por volver a la vida, a aquella vida, hemos asistido complacidos al desparrame de la Semana Santa que ha colapsado las carreteras y los aeropuertos, ha colmado hasta abarrotarlos hoteles, pisos turísticos y casas rurales, ha atestado nuestras calles, ha agotado nuestros pintxos, ha restituido el aliento y las arcas de nuestros hosteleros. Ha vuelto la vida, aquella vida, la de antes, pero es una quimera.

Se fue la mascarilla, pero se quedó el covid. Sigue ahí, agazapado, impidiendo que nuestra vida sea la misma porque a cuenta del virus continúa muriéndose la gente y ocupando camas de hospital; porque aunque pretendamos no pensar demasiado en ello, en cualquier descuido puede infectarnos; porque nos estremece entrar en la órbita de un estornudo ajeno; porque seguiremos usando el ascensor de uno en uno; porque inconscientemente procuraremos evitar las aglomeraciones; porque durante mucho tiempo nos recorrerá por el espinazo un escalofrío de desconfianza; porque quedó imborrable en el recuerdo la angustia del confinamiento, la tristeza de los que se fueron y, para algunos con mala suerte, las secuelas de la tos persistente, la taquicardia, ese dolor muscular que no acaba nunca de irse. La vida sigue y seguirá, cierto, pero siempre nos turbará el recuerdo de dos años malogrados, la nostalgia de tantos momentos felices a los que tuvimos que renunciar, de tanta oportunidad de gozo perdida e irrepetible. Ya no será lo mismo.

Se fue la mascarilla, pero no del todo. Y ahí quedan como lastre las excepciones del BOE que, probablemente, persistirán en el tiempo y nos acompañarán como novedad en esta vuelta a la vida que estará marcada por la memoria de la pandemia.