efinirse por oposición a otra causa es muy tentador. Nos ahorramos así el esfuerzo de conocernos. No necesitamos discutir, formular y acordar con otros nuestros valores, nuestras ideas o nuestras prioridades. Basta con declarar altisonantes contra quién existimos.

Identificarnos contra algo da cierta seguridad e incluso nos hace sentir más coherentes. Saber contra quien somos, vivimos o pensamos nos permite aparentar mayor firmeza de carácter.

Pero la cosa tiene también sus riesgos. Definirnos contra algo nos hace en el fondo más manipulables. Al situarnos a la contra regalamos a nuestro enemigo el dominio sobre nosotros. Le entregamos el proceso de construcción de nuestro criterio mientras nos retratamos en redes presumiendo de independencia.

El mecanismo de posicionarnos a la contra también sirve en ocasiones para justificar, a posteriori, cualquier cosa que nos interese creer o defender. Nos bastará con encontrar un malo contra el que posicionarnos.

Algo de todo esto se ha podido ver en torno a la negociación y votación de la reforma laboral. No soy ningún experto en la cuestión pero entiendo que había mil razones solventes para apoyar la reforma, de la misma forma que habría otras mil igualmente sólidas para oponerse. Sin embargo, fíjense con atención, la inmensa mayoría de los grupos han presentado estos días argumentos no basados en el fondo de la cuestión sino explicados como planteamientos contra alguien.

Para empezar el proyecto nace como una contrarreforma. Era necesario derogar algo que otros habían hecho. Los partidos que se aunaron para defender la derogación sabían contra qué luchaban: contra la memoria de un legado de otros. No digo que la reforma no fuera necesaria o buena, afirmo que no se explicó por sus virtudes sino como oposición a la obra de otros. No era la oportunidad de crear algo mejor, sino de volver a un punto de origen en el pasado.

Al asumir el liderazgo del asunto la vicepresidenta Díaz, ejerciendo de adulta en la sala, lo trabajó no principalmente como una derogación sino como la construcción de algo nuevo negociable con otros (aunque solo fuera con los agentes de Madrid, ese fue un gran error) y situado en el mundo de lo posible. En ese mismo instante el unánime entusiasmo de los firmantes del ya muerto acuerdo por la derogación decayó. No habían acordado qué proyecto querían construir juntos. Les había bastado con retratarse con la piel del oso.

En la bancada de enfrente el espectáculo no es menor. Ciudadanos ha regalado sus votos al Gobierno con la sola condición de que no se negociara "una sola coma" con los nacionalistas. Aquí tenemos el perfecto modelo de quienes se hacen fuertes sabiendo contra quién se definen, pero que se condenan a la inanidad más absoluta cuando se trata de aportar una sola idea positiva que no sea contra alguien. Sus declaraciones anteriores y posteriores a la votación son reveladoras de lo que consideran su aportación política a la construcción del país: haber descolocado y molestado a otros. Ni una palabra sobre las bondades de lo aprobado. El contenido de lo votado era lo de menos.

El premio especial del jurado a la sutileza argumental lógica se otorga ex aequo a los dos diputados tránsfugas de UPN que explican su voto como un golpe en la boca del estómago del gobierno al que Bildu apoya. Declaran, como cuestión de principios, que para la definición de su posición el contenido de lo que apruebe es irrelevante y, en definitiva, que su voto no lo deciden ellos sino que les viene definido por Bildu. Y, acto seguido, para demostrar que votan contra Bildu votan con Bildu. En ocasiones definirte contra un oponente te obliga a entregarte a él desnudo y desarmado, sin pararte a leer si quiera los términos de la rendición, y a quedar así voluntariamente atrapado en un pegajoso laberinto de muy difícil salida.