onforme escribo estas líneas, el nuevo telescopio espacial ha recorrido más de tres cuartas partes de la distancia que le llevará a colocarse en órbita dando vueltas al Sol a la par que nuestra Tierra, a millón y medio de kilómetros de aquí. Este fin de semana completó el despliegue de su espejo que, cuando funcione, será el ojo más grande en el espacio nunca visto, con seis metros y medio de diámetro. Esos hexágonos recubiertos de oro comenzarán a trabajar mirando el cielo en unos meses, y tardará más tiempo en comenzar a presentar resultados. Mientras tanto voy siguiendo las noticias que informan de todo a tiempo real. Reconozco mi entusiasmo desbordado con este instrumento, que va a cambiar sin duda lo que conocemos del universo, como ya lo hizo el Hubble, lanzado hace más de 30 años ya. Recuerdo cuando en 1990 se lanzó el primer gran telescopio espacial con una enorme expectativa entre la profesión astronómica. Y los medios de comunicación se hacían eco del tema pero, como ahora, estas cosas espaciales, aunque fascinen y queden fenomenal para llamar la atención con imágenes impactantes y terminologías alambicadas, no llegan a ocupar las cabeceras. Y maravillan estos intentos de conocer qué somos en esa escala cósmica. Más aún, cuando se lanzaba el anterior telescopio espacial había ya gente que comenzó a preparar el nuevo que ahora está de camino por el espacio.

Por supuesto, en el día a día hay cosas más importantes que necesitamos saber, porque se trata de cuestiones más relevantes para nuestra vida (escribo esto tras un anuncio de que el Arga y el Ultzama pueden volver a desbordarse; las cifras de contagios y ocupación de los servicios sanitarios siguen desbordadas por otro lado...). Pero mirar más lejos en el pasado siempre es una forma de podernos encontrar en el futuro. Y eso merece la pena.