ido perdón a quienes están aún achicando barro de las riadas de estos días, porque no quiero aumentar más su dolor, pero siento que debía traer el tema aquí: estamos inquietos ante la incertidumbre e indefensos ante la incapacidad de gestionarla.

Salvando las enormes escalas, percibimos el volcán de La Palma como algo terrorífico e intrínsecamente impredecible, pero habiéndose comportado con una evolución temporal moderada y suave nos hemos permitido creer que el riesgo era menor, que todo se mueve por coordenadas más o menos esperables.

No es así, pero no deja de ser cierto que gracias a la ciencia y las tecnologías derivadas se ha podido hacer seguimiento y control. Entonces, ¿por qué no podemos hacer lo mismo con unas lluvias, un fenómeno que parece más sencillo y que se nos antoja como mucho menos peligroso? El problema es doble: por un lado la incertidumbre tampoco puede eliminarse, no es cosa de más ciencia ni más mediciones. Por otro lado, minimizamos su poder devastador porque nos creemos más poderosos que la lluvia.

Recordemos que las predicciones meteorológicas eran claras ante la posibilidad de precipitaciones cuantiosas.

Los eventos extremos, difíciles de pronosticar, son más habituales año a año y lo serán más, viviendo en este contexto del calentamiento de nuestro clima. Además, con tantas lluvias estas semanas teníamos el terreno muy saturado y no olvidemos la nieve de los otros días, porque la temperatura subía.

Las carreteras tenían ya su preparación y aviso, pero es una lástima que las alertas por la lluvia y la posible inundación de las bárcenas de los ríos afectados quedaba como algo secundario en esos avisos.

Más aún, como esto no sucede todos los años no generamos resiliencia ni las autoridades lo previenen a tiempo de minimizar los daños.