hincharse entre hermanas es una de las prácticas más antiguas en la historia de la humanidad. Surgió antes de descubrir el fuego y la rueda y sigue desde entonces en el top de la vida familiar. El chinchamiento puede tener un objetivo concreto o no, porque también aparece fruto del aburrimiento, y alcanza un asombroso abanico de intensidades con una no menos asombrosa paleta de consecuencias. A mí me saca de quicio. Supongo que porque conecta con mi niña interior, como se dice ahora, que sufrió esta práctica durante años y sigue estando hasta el moño de ella. En mi papel actual de madre, asistir a un episodio de chinchamiento es un rollo patatero por varios motivos. Primero, porque es una forma totalmente aleatoria de jorobar a la prójima, que estaba tan tranquila. Segundo, porque siempre acaba en gresca. Inevitablemente. Tercero, porque me toca consolar a la víctima y también a la verduga quien, finalmente y con toda seguridad, se habrá llevado la peor parte, léase, un buen zascazo. Y cuarto, el que más me duele y no puedo evitar, porque mi cabeza siempre se posiciona. No debería, pero lo hace. Yo tendría que ser la reina Salomona pero mi alma infantil entiende que si una está a su aire sin molestar a nadie y viene tu hermana a tocarte los mengues, te defiendes como puedes ante tamaña injusticia. Y la violencia está fatal, pero que vengan a perturbar tu paz porque sí también es violento, además de poco gustoso. Entonces debo atar en corto a esa niña interior para que no la líe todavía más, mientras se repite a sí misma que son muy pequeñas, que forma parte de su proceso madurativo, que la convivencia entre hermanas a veces es complicada... Y es que nadie te dice antes de parir que tendrás que ser muchas veces (y todo a la vez) jueza, abogada defensora y fiscal. Ni tampoco te advierten de que de esa Trinidad siempre saldrás damnificada.