a Ley de Amnistía llegó a la Euskadi de 1977 bajo la interpretación de que constituía un signo tangible de que aquello de la democracia iba en serio. La amnistía era una reivindicación ampliamente extendida, no solo pero sobre todo en Euskal Herria. La sensación que se tenía que se trataba de un logro arrancado al Estado postfranquista (el dictador había muerto apenas dos años antes), fruto de la lucha popular y política. Se aprobó el 15 de octubre en las Cortes casi por consenso. En el Congreso de los Diputados solo hubo dos votos negativos y 18 abstenciones: las de Alianza Popular -siempre a favor de no ir hacia adelante-, de Francisco Letamendia Ortzi (entonces en Euskadiko Ezkerra, aunque Juan Mari Bandrés votó a favor en el Senado; ETA y la izquierda abertzale estaban totalmente en contra), de un excomandante y de un diputado independiente. Decenas de presos salieron de la cárcel, fuera cual fuera el delito "de intencionalidad política" (esa fue la terminología) por el que fueron condenados. Muchos de ellos, de ETA y con graves crímenes, otros no tenían ni delito real. Fueron todos perdonados.

¿Nos engañaron? Posiblemente. En aquel ambiente en el que se trataba de empujar hacia la "reconciliación" tras un pasado tan terrible y oscuro, pocos repararon (o dieron por buenos) aquellos puntos de la ley que amnistiaban también "los delitos y faltas que pudieran haber cometido las autoridades, funcionarios y agentes del orden público" así como "los delitos cometidos por los funcionarios y agentes del orden público contra el ejercicio de los derechos de las personas", que a la postre se convirtió en una especie de ley de punto final que ha impedido investigar y juzgar gravísimos delitos y crímenes contra los derechos humanos. También fueron perdonados.

La Ley de Amnistía fue tan laxa que se amnistió a sí misma y aunque ahora el juicio social y político la condene, está perdonadade facto y la justicia tiene las manos atadas. Y bien atadas.