ablo sola. Mucho. Sí, ya sé qué estáis pensando: "Pobrecita...". Pues os sorprenderíais de cuánta gente a vuestro alrededor lo practica. En mi caso es una costumbre que tengo desde hace mucho y que me acompaña, yo diría que a diario. A veces describo lo que voy haciendo. A veces conjeturo sobre lo que pasa a mi alrededor. A veces hago proyecciones sobre lo que pasará. A veces me animo. A veces me riño. A veces bromeo conmigo misma. A veces me desahogo. A veces lo hago sola en casa. A veces, delante del espejo, observando el lenguaje corporal que acompaña a mi voz. A veces lo hago en el ascensor. A veces, por la calle. Y antes era más escandaloso pero ahora, como están de moda los auriculares inalámbricos, pues no doy tanto el cante. A veces tengo diálogos en voz alta sobre algo que me ha pasado, o que me gustaría que pasara. A veces hablo con otra persona y le digo todo eso que no me atreví a decirle en su momento. Porque lo bueno que tiene hablar sola es que siempre hay alguien que me escucha, o sea, yo, y siempre digo todo lo que necesitaba decir de carrerilla, sin trastabillarme, sin errores. Como uno de esos diálogos de las pelis en los que la que habla nunca mete la pata. Para mí hablar sola es como hacerle una limpieza a mi cerebro. Todas esas cosas que me rondan, que a veces me desvelan y no me dejan dormir, que me preocupan o me sorprenden, o simplemente, me han hecho gracia. Mi cabeza las procesa y, cuando estoy sola, las lanza por el tobogán de mi boca hacia el exterior, a sabiendas (y sin que le importe) de que no exista un interlocutor. Y mis hijas han heredado esta misma costumbre. Lejos de preocuparme, cada vez que las escucho en el baño o en su cuarto, con sus diálogos eternos, sus razonamientos marcianos, visualizo una pequeña barredora que va despejando su cabecita para ir dejando hueco a todo lo que está por venir.