veces minusvaloramos la palabra afición. La sentimos como algo menor, se refiere a un hobby, algo que nos divierte, que nos entretiene, pero que no está en la carpeta de las cosas importantes de la vida. Sin embargo, tener una afición es que te guste algo la vida, o algo de la vida. Y eso ya es mucho, porque no está el patio como para lanzar campanas al vuelo y festejar el mundo que hemos construido, y porque el día a día no es fácil para casi nadie, mucho menos para quienes tienen lo que se llama problemas serios: violencia en la familia, pobreza, exclusión, falta de libertad, enfermedad, dolor... Pero incluso para quien no tiene uno de esos problemas serios, la vida no es siempre fácil de llevar, porque, además de los conflictos que surgen a diario, está la rutina, saber llevarla sin caer en el tedio, en el aburrimiento, en la apatía. Y ahí es donde las aficiones nos lanzan un salvavidas.

Quizá una de las cosas más difíciles en la vida es darle un sentido. Creo que las aficiones se la dan a mucha gente: a quien le gusta salir a correr o a pasear, a quien va todos los fines de semana al monte, a quien hace puzles de mil piezas y los encola para colgarlos en las paredes de su casa, a quien hace ganchillo, a quien va al cine dos veces por semana, a quien no se pierde un concierto en directo, a quien le gusta leer y participar en clubes de lectura, a quien juega al ajedrez, a quien cultiva bonsais, a quien colecciona sellos, o quien pinta con acuarela, a quien le gusta cocinar, a quien le gusta catar vinos, baila salsa, canta en un coro o cultiva un pequeño huerto...

Los grandes momentos de felicidad o de gozo a veces, la mayoría de las veces, nacen de cosas pequeñas. Las aficiones nos dan muchas veces aquello que necesitamos para no perder la ilusión, para tener ganas de hacer algo que realmente nos gusta. Encontrar cuáles son las pequeñas cosas que realmente te gusta hacer puede llegar a ser una bendición y, a veces, la salida de un entorno asfixiante.