uimos a ver huellas de dinosaurios a un pueblito riojano súper chulo. Nos alojamos en una casa impresionante, regentada por una mujer majísima que, al enterarse de que viajábamos con txikis, tuvo a bien dejar en mitad del salón una bandejita con chuches varias. Ahí empezó todo. La primera reacción de mi amor fue esconder el alijo. Pero yo que (lo reconozco) a veces vivo en los mundos de Yupi y me gusta, le animé a que no lo hiciera. Confiaba plenamente en que, como otras veces, si negociábamos con nuestras criaturas una ingesta controlada, no tendríamos nada que temer. Mi bikote aceptó la propuesta pero me dejó claro que aquello no iba a salir bien, lo cual nos sirvió para hablar largo y tendido sobre lo mucho o lo poco que confiamos los adultos en la autonomía de la infancia. Sin embargo, hubo algo que yo no tuve en cuenta: que mis criaturas no están todavía en la edad de poder vencer a la tentación. No es una cuestión de voluntad, sino de madurez cerebral. Ellas atendieron muy formales a mis explicaciones y propuestas, incluso estuvieron de acuerdo con ellas pero, un día después de haber acordado qué comer, cuánto y cuándo, desapareció un buen puñado de caramelos. Mi amante y querida, viendo la derrota en mis ojos, me abrazó, me sentó en la mesa de la cocina y me recordó aquel video que se hizo viral y que representaba esa misma situación en forma de experimento. Se colocaban unos dulces sobre una mesa y una adulta pedía a niñas de la edad de las mías que no se los comieran. Después, las dejaba a solas con la tentación. Y, tras unos breves momentos de titubeo, de las chuches no quedaban ni las migas. La buena noticia: mis hijas actuaron acorde con su edad. La que escuece: mi pareja, después de recordarme, eso sí, lo mucho que me quiere, también me sigue recordando que perdí una cena y que el pago sigue pendiente.