e encanta ir a casa de mis aitas. Siempre hemos tenido buena relación pero desde que nacieron las txikis esa relación se ha transformado hacia una diferente, mucho más cercana. Mis aitas ejercen encantados su papel de abuelas y nosotras les dejamos, igualmente encantadas, porque siempre han respetado nuestra forma de hacer las cosas, incluso cuando ha sido muy diferente a la que ellas hubieran elegido, es decir, seguramente casi siempre. Somos afortunadas. Pero lo que más me gusta de volver a casa de mis aitas es que allí, en lo que concierne a nuestra relación de padres e hija, nada ha cambiado. El tiempo se detiene en la calle Abejeras y vuelvo a ser la niña/adolescente que fui. Al principio, cuando no tenía hijas, esto me molestaba sobremanera. "¿A dónde vas?... ¿Cuándo vas a volver?... Deberías comer más... Ten cuidado...". Me fui de casa con 22 años y siempre tuve la sensación de no poder quitarme de encima esa sobreprotección que tanto les criticaba. Sin embargo, cuando nacieron mis pequeñas, entendí muchas cosas. Se ataron cabos que hasta entonces estaban sueltos. Fue como si, de pronto, habláramos un idioma nuevo para mí que ellas ya conocían. He encontrado en mi madre otro punto de conexión, el de dos mujeres que vivimos en un mundo que, en algunas cosas, no ha cambiado tanto. He hablado con ella sobre temas que nunca imaginé. Y he recuperado en mi padre el maravilloso y divertido compañero de juegos que me contaba de pequeña la historia de Ulises y el gigante Polifemo. Entendí aquello que mis aitas nos repetían tantas veces: "Siempre seremos vuestros padres y siempre seréis nuestras hijas". Mi aita me sigue preguntando a mis 45 a dónde voy, cuándo volveré, me sigue pidiendo que tenga cuidado. Yo sé que haré lo mismo con mis txikis. También sé que mi aita nunca dejará de hacerlo. Y sé que, cuando ya no lo haga, lo echaré de menos.