e pequeño iba al colegio de Bergara en el autobús de Prim, carraca con ruedas en la que me montaba solito, pagaba, me sentaba en un banco de madera, al llegar me echaban a la calle, y allá yo. Hoy veo miles de coches conducidos por aitas-amas que paran en segunda fila, bajan del coche, abren la puerta trasera, sale una criatura somnolienta, alguna con sombra de bigote, le colocan la mochila, la repeinan, le dan un beso y no dejan de vigilarla hasta que ha cruzado el umbral del colegio. Eso es un cambio cultural.

En mi primera juventud el personal vestía con pantalón paquetero de bajos campaneros, íbamos a las discotecas y girábamos por su circunferencia pidiendo a las chicas baile. Tras cuatro vueltas con decenas de negativas nos acodábamos en la barra a pedir otro trago. Hoy visten vaqueros agujereados, nadie pide baile a nadie y beben y danzan todas y todos juntos sin parar como si tuvieran epilepsia. Eso es un cambio cultural.

De joven más mayor, escribía textos en letra impresa a base de meter papel en el carrusel de una máquina, pulsar teclas con riesgo de esguince e interponer con frecuencia un papel de tinta blanca para borrar errores. Si se lo quería enviar a alguien, compraba un sobre y un sello, lo cerraba a lametones, buscaba un buzón y lo echaba para que alguien lo recibiera días después. Ahora, cada vez que escribo un artículo, me pongo ante una pantalla, tecleo con suavidad, los errores se solventan dándole a otra tecla, y cuando acabo, pulso un comando y el texto sale disparado por mail para que en menos de un segundo lo reciba otro. Eso es un gran cambio cultural.

Desde muy pequeño aprendí que la jubilación era a la mítica edad de 65. Cuando el ministro de seguridad social, D. Escrivá, sugiere que debemos jubilarnos a los 75 y que eso no es más que un cambio cultural, se equivoca; eso es una cabronada.