dio las moscas. Lo sé, no es ni ecologista, ni animalista, ni moderno. Pero soy así y las odio. No les encuentro ninguna utilidad (que la tienen, me consta), más que sobrevolar mi comida, flotar en mi café, pasear por mi cuerpo a sus anchas y, en definitiva, tocarme las narices en el más amplio sentido de la expresión. Y todo ello, no lo olvidemos, probablemente después de haber estado succionando una mierda de perro, de vaca o de lo que sea. Mi odio es visceral y me nubla cualquier tipo de argumento naturalista. Me lleva a hablarles para que me dejen en paz. Y me hace sentirme muy mala persona, sobre todo porque tengo a mi lado a alguien que trabaja en pro de la biodiversidad y la conservación de las especies. Alguien que es capaz de cogerlas y soltarlas por la ventana. Alguien que mira horrorizado a la psicópata que hay en mí cuando he comprado alguna trampa mortal con la intención de aniquilarlas, vaticinando un lógico desastre ambiental por mi culpa si a algún pájaro se le ocurre después zamparse a la mosca envenenada. Pero es que este odio mío, además, se ve ampliamente frustrado por mi paradójico discurso ante mis criaturas sobre la defensa y la protección de los seres vivos. Un alegato en el que creo de verdad y que aflora cuando, por ejemplo, ellas se dedican a aplastar hormigas. Entonces les explico convencida que todos los animales tienen su sentido en la naturaleza, que nosotras no tenemos derecho a matarles, tengan el tamaño que tengan... Y ellas se quedan a cuadros. Porque la misma madre que les suelta este speech, despotrica después contra las malditas moscas murmurando que ojalá se mueran todas en ese mismo instante. Una de ellas me dice muy solemne: "¿Y porqué tú puedes matar moscas y yo no puedo matar hormigas?". Y yo sólo puede contestarle que, además de tener toda la razón, ha de saber que su madre es de todo menos perfecta.