ntre que acabo de volver de unas gloriosas vacaciones en las que he logrado durante quince días, al menos, olvidarme de todo, que mi hijo ha ingresado en el hospital aunque esté bien, y que este periódico se había olvidado de avisarme que volvía a la rutina del curso normal, vivo en un sindiós de desconcierto y de falta de adaptación a lo que me viene, que no es otra cosa que lo que me toca de aquí al agosto que viene.

Si a todo eso le añado que, tras probar a lo largo del verano diferentes gin-tonics, vodkas con naranja, toda clase de cervezas o vino a cascoporro, sigo desconcertado por no poder saber cuáles son de farra neoliberal, las que son marxista-leninistas, las socialdemócratas o las mediopensionistas, y que tras darle vueltas me metí toda clase de mejunjes y brebajes sin terminar de conocer a qué ideología pertenecía cada una de las juergas, he terminado, además de con el estómago hecho polvo, con las ideas dispersas.

Eso sí, este verano ha sido bueno en el sentido de lograr evadirme de la realidad que me rodea, pero tanto, tanto, que al volver me está costando darme cuenta de que estoy de vuelta, y eso, claro, sigue desconcertándome.

Pero lo peor, lo peor de todo, es que al desconcierto tengo que añadirle que acabo de enterarme de que los jueces renuncian a imputar en el asunto de las oposiciones a Osakidetza al que fue consejero de Salud, Jon Darpón, y a la que fue directora de Osakidetza, Mª Jesús Múgica. Y cuando observo que ningún partido ni sindicato que dijeron lo que dijeron de ambos en su momento haya salido a pedir disculpas, me cabrea mucho.

Si, además, este ajetreo de desconciertos y cabreos retrasa mi reencuentro con ama en el balcón para intercambiarnos información sobre nuestros veranos, pues me desespero, que es lo que creo que me aguarda para este año, el desespero permanente.