la hora de costumbre, después del bocata, se arremolina la peña en la zona de siempre, en los bares de siempre, con los colegas de siempre. Es la noche y es la fiesta. Ya hace horas que las mascarillas fueron a tomar por saco y nadie le hace ascos a la cercanía, ni al achuchón, ni al katxi compartido. En otra riada, a su aire y por su ruta, a la búsqueda del rincón incógnito, hordas de adolescentes tintinean sus botellas de vodka y cola bailoteando en bolsas de plástico, hala, al sagrado botellón. Aún es temprano para romper la madrugada. Luego, ya con el puntito, los más bragados se fundirán en un solo colectivo dispuesto a vivir las emociones fuertes, el momento clímax de las tinieblas del fin de semana: Erne, hemen dago txakurrada! Y empieza el baile.

La verdad, me resulta un poco cargante el falso debate sobre la demonización o la santificación de la juventud, me incomoda el despropósito de las no fiestas, ese término nefasto quizá, y lamentablemente, acuñado por los medios de comunicación, me escandaliza que haya gente que siga justificando el desmadre de un sector de la población dispuesto a ponerse en riesgo ellos mismos, a sus familias y a sus apreciadísimos colegas. No puedo entender que toda esa gente metida en fiesta se pase por donde te dije las precauciones más elementales para evitar las consecuencias de un virus que mata, que sigue matando. Me indignan la inconsciencia, la insolidaridad, el egoísmo masivo, la exigencia inapeable de expansión -socialización, dicen- a fecha fija y caiga quien caiga.

Un planazo. La noche, el verano, la reunión con la cuadrilla, el cachondeo, las risas, los gritos, los tragos, los estrujones, la fiesta que sigue después de cerrar los bares, tan pronto, no hay derecho, el plus de adrenalina ante la presencia de ertzainas o munipas, qué menos que recibirles a botellazos, que vienen a jodernos la noche.

En pleno zafarrancho, y ya puestos, cómo no prolongar la pelea fuera del territorio y dar un escarmiento a las franquicias, a las tiendas pijas, destrozar cristaleras y asaltar escaparates . Es la no Semana Grande. No me cabe duda de que los supervivientes del zafarrancho, los que huyeron a tiempo, están más que orgullosos de haber llegado tan lejos. Y lo cuentan en el poteo, en las redes, y se pasan vídeos.

No hay que ser una lumbrera para comprobar quiénes son los protagonistas de estos comportamientos. No son “los jóvenes”, por supuesto, pero en su inmensa minoritaria mayoría son jóvenes que no conciben que nada, pero nada, ni una pandemia, pueda privarles de la fiesta.

Porque son jóvenes, porque es verano, porque están de vacaciones, porque las “no fiestas” no son como las fiestas, porque ya les han cerrado los bares, porque ya bastante aguantaron en aquellos tres meses de confinamiento... hace ya un año. En fin, porque ellos/ellas lo valen.

Si el saltarse todas las normas de precaución sanitaria es algo generalizado en el ocio de la noche que también es joven, sería aventurado atribuir directamente el añadido nocturno de la bronca “a los de siempre”, por más que comience en la zona habitual o porque se constate que con su actitud los protagonistas coincidan con “esa gran parte de la población que rechaza a la Ertzaintza”, según opina Arnaldo Otegi. A la sarracina del pasado fin de semana en Donostia, al planazo sobrado de adrenalina, sin duda se sumaron voluntarios pasados de alcohol y aguerridos antisistema pescando en río revuelto. Gente joven, muy joven. Y uno se pregunta si no tienen padres, tutores o familiares que se preocupen de dónde han estado, qué han hecho y a qué hora volvieron a casa. Si es que volvieron.