ocascosas quedan más claras para la inmensa mayoría del personal que el enriquecimiento turbio del emérito Juan Carlos de Borbón. O sea, que se ha forrado de forma ilícita, por decirlo suavemente, durante los cuarenta años de satrapía en los que, según se ha publicado ampliamente, se lo ha embolsado sin recato a manos llenas, de aquí y de allá, de comisiones, mordidas, agasajos y opacas operaciones financieras. Todo ello sin que las omnipresentes antenas de Hacienda -esa que somos todos, decían- se dieran por enteradas.

Eso es lo que hay. Sin embargo, y ante tan notoria estafa, se puede constatar en parte de la ciudadanía una especie de resignación, un ancestral beneplácito que asume como inevitable fatalidad que los reyes, por serlo, pueden atesorar cuanta riqueza hayan acumulado. Es lamentable que todavía haya gentes en este país con piel y alma de vasallos, capaces de morir de hambre con tal de que al monarca y a su familia no les falte de nada. Son las mismas gentes que aplauden, aclaman y saludan al paso de sus majestades, sus altezas, sean reyes, reinas, príncipes, princesas, infantes o infantas. El vasallaje es lo que tiene: admiración, sumisión y conformidad. Así ha ido y venido la corte borbónica durante todos estos años, en papel couché entre vítores, ovaciones y besamanos, fíjate qué campechano, qué alto, qué guapo, y qué bien nos cae. A este rebaño de vasallos atávicos hay que sumar los nuevos monárquicos camaleónicos, los de "yo lo que soy es juancarlista".

Pero que nadie vaya a creer que estas miserias del vasallaje son patrimonio exclusivo de la gente inculta y plebeya. Los tan ponderados padres de la Constitución lo dejaron atado y bien atado en el artículo 56,3: "La persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad". Hala, barra libre, su majestad. Era el último tercio del siglo XX, no se olvide que el dictador falleció treinta años antes, se le sigue concediendo por ley el derecho de pernada millonaria. Cierto que los setenta eran tiempos difíciles, cierto que era real la amenaza de ruido de sables y en aquel momento el papel lo aguantaba todo. No meros cierto era que Juan Carlos I, ya coronado, no fuera a confundir la inmunidad con la impunidad dados los antecedentes familiares. Y así ha sido.

Tiempo han tenido, y de sobra, los sucesores de aquellos que sacaron adelante la Constitución con el culo prieto, para rectificar aquellas urgencias. Pero no lo hicieron. Por el contrario, han dado un lamentable ejemplo de vasallaje, de servilismo, manteniendo ese privilegio medieval aun a sabiendas de los reales trapicheos. Ni siquiera en los episodios más escandalosos, o más cutres, ninguno de los gobiernos autodefinidos democráticos ha planteado una reforma de ese derecho de pernada especulador y financiero que ha situado al emérito entre los personajes más acaudalados de nuestro entorno internacional.

En una lamentable demostración de vasallaje, gobiernos de derecha e izquierda han inclinado la cabeza e hincado la rodilla ante un monarca impune por inmune. Pero no solo se han limitado a dejarle hacer, a mirar para otro lado mientras los medios de comunicación desvelaban -y evaluaban- las múltiples vías ilícitas de enriquecimiento, las cuentas opacas en paraísos fiscales y las trampas al fisco. Cuando nuevos aires de frescor político pedían cuentas y exigían que, al menos, se investigaran en el Parlamento las trapacerías del emérito, los dos partidos de la alternancia a los que se ha unido la carcundia emergente, plebeyos con pedigrí pero siempre vasallos, siguen negándose a levantarle los refajos al sátrapa.