asta hace dos años escribía mi columna en las páginas de internacional de este mismo medio. Hay un artículo de aquella época que quiero ahora recordar y en parte fusilar, aunque incurra en eso que dan en llamar autoplagio.

En 2019 Boko Haram secuestró a 110 niñas y adolescentes en el Colegio Femenino de Ciencia y Tecnología de Dapchi, en Nigeria. Este grupo terrorista había cometido crímenes similares en ese mismo país antes (276 niñas de un colegio de Chibok fueron secuestradas y entregadas en matrimonio forzoso) y después (en Kankara, con más de 200 adolescentes).

La mayor parte de las 110 niñas de Dapchi corrieron mejor suerte que las de Chibok o Kankara: fueron liberadas a los pocos días. Sin embargo no se puede decir que el secuestro terminara felizmente.

No terminó felizmente primero porque el grupo terrorista consiguió su objetivo: alejar a las niñas de la educación. Al liberarlas los criminales advirtieron que no se volvieran a enviar a las niñas a la escuela, debían quedarse en casa esperando ser dadas en matrimonio, sin opciones de escoger su propia vida. Se trata de que las niñas no se eduquen, de que las mujeres que serán no tengan conocimiento, herramientas, poder y libertad, que se presten sumisas a dar a su hombre calor por la noche y servicio doméstico por el día, a ser calladamente objeto de sus violencias cuando toque. Una mujer que sabe leer, sumar y restar, que puede comprar y vender, comerciar y ser titular de un negocio, que puede heredar a título propio de sus padres o que puede decidir si se casa o no, y en caso positivo con quién, o si tiene o no hijos, que puede mirar a la cara a un hombre sin bajar la mirada, que puede desplegar su cabello si le da la gana o mostrar su rostro si le parece oportuno, que puede sentarse en una misma mesa de trabajo o de comedor con sus compañeros, que puede acceder a Internet, que puede desplazarse sin permiso de un varón, que puede conducir un coche o una moto, que puede hablar delante de otros hombres con igual derecho o autoridad, que puede representar a su comunidad si es elegida, todo ello debe de ser una cosa insoportablemente aterradora cuando un hombre está henchido de cobardía y fanatismo.

No fue un desenlace feliz, en segundo lugar, porque el trato recibido fue tan brutal que cuatro niñas murieron en los traslados. No fue un final feliz, en tercer lugar, porque una de las niñas no fue devuelta. Era cristiana y no quiso renunciar a su identidad. Tras ser liberadas las compañeras de Leah -así se llama nuestra protagonista- contaron a su madre, Rebecca, lo que sucedió:

"Boko Haram pidió a Leah que aceptara el Islam y ella se negó. Así que ellos le dijeron que no vendría con nosotras y que se apartara y se sentara con otras tres chicas que ellos tenían allí. Nosotras le rogamos a Leah que simplemente hiciera una declaración islámica y se pusiera el hiyab y se metiera en el vehículo, pero ella dijo que Esa no era su fe, así que ¿por qué debería decir que lo era? Que ella no diría que era musulmana".

Tengo una hija de la edad de Leah cuando la secuestraron. Sus nombres son casi idénticos. La imagino en ese colegio aquel día y se me encoge el alma y siento como si un agujero negro hubiera anidado muy dentro. Me prometí a mí mismo que seguiría la pista de Leah, que no la olvidaría.

Hace unas semanas ha llegado a la familia noticia de que Leah ha sido vista. Convertida al islam y madre.

Cualquier ideología o interpretación religiosa que se convierte en un instrumento de miedo, de dolor, de crueldad y de opresión es deleznable. Cualquier ideología o interpretación religiosa que haga activa e intencionadamente sufrir a niñas como Leah es inhumana y se debe combatir. Leah simboliza para mí desde entonces la inocencia destrozada por la abominación de la crueldad profunda y estúpida del fanatismo. Le debía este recuerdo.