ice una amiga mía que las parejas con hijos que se llaman entre ellos ama y aita es imposible que tengan un sexo placentero. Me dice: imagínate que estás a punto de llegar al clímax y tu pareja te susurra al oído ¿gozas, ama? y tú le dices me pones caliente, aita. Es que se te ablanda todo.

Su teoría es que las parejas que se llaman aita y ama entre ellos o no tienen ya mucho sexo o bien son unos retorcidos. Y ríe. Y es que mucha gente empieza a llamar así a su pareja cuando las criaturas están presentes, como queriendo reforzar su rol progenitor, y acaba perdiendo su nombre y su identidad hasta en los espacios más íntimos. Vamos, que hay que andar con cuidado para que nuestro rol en la familia no acabe sepultando a la persona que somos.

Y esto es algo que desde la distancia parece difícil o improbable, pero que se convierte en una gran amenaza durante los años de crianza. No hay duda de que convertirse en padre y madre cambia la relación de pareja, que, de repente, de ser pareja se pasa a ser equipo, y que aquella intimidad romántica muta y se convierte en otro tipo de intimidad más doméstica. Es algo así como pasar de hallar cartas de amor en el buzón, a encontrarte la lista de la compra pegada en un post it en la nevera.

La crianza es un asunto tan intenso que es fácil acabar hablando casi únicamente de los hijos e hijas, además de otras gestiones relacionadas con la casa. Pero de ahí a perder hasta tu nombre, hay un tramo.

Mi amiga dice que ella ya advirtió hace tiempo a su pareja de que no la llamara ama. Y me advierte a mi también que, cuando nos encontremos, nuestras criaturas no monopolicen nuestra conversación. Que lo soltemos todo sobre nuestras hijas e hijos en los primeros minutos y que luego pasemos ya a hablar de nosotras, de cómo nos va la vida, de cómo nos sentimos como mujeres, como personas, más allá de todas las etiquetas, como la de madres, que llevamos encima. Que es la única manera de llegar al clímax también en nuestra conversación.