ituación: una de mis criaturas se pega un trompazo monumental en el parque. En dos zancadas estoy junto a ella abrazándola y realizando una rápida evaluación de daños inicial antes de actuar. No hay nada grave que lamentar, pero sí un rasponazo rodillero que sangra como la Fontana Di Trevi. Tras el susto, ella realiza su propio diagnóstico, en el que la visión de la sangre es igual al fin del mundo, incluso por encima de su dolor. Así es la cosa. Inmediatamente, y atraídas por los gritos y (por qué no decirlo) por el morbo inherente a nuestra especie, se arremolinan varias personitas para aportar sus valoraciones. Entre sus piernas se hace un hueco una amatxo que me pregunta amablemente si estamos bien y que porta en sus manos un abultado neceser, propio de un año sabático. Me lo ofrece para que haga uso de él si nos hace falta. Todo esto es lo que me imagino, entre las palabras sueltas que logro escuchar y su expresión corporal, porque mi txiki está dotada de una capacidad vocal extraordinaria que ahora mismo necesita emplear para soltar el lastre del galletón. Agradecida, cojo el neceser, lo abro y ante mí se despliega un impresionante arsenal con suero, gasas, tiritas, esparadrapo, cristalmina, yodo, crema para las rozaduras, stick para chichones, tijeritas, vendas, puntos adhesivos y otras cosas que, desde mi desconocimiento, bien podrían valer para acometer allí mismo una operación a corazón abierto. Entonces mi cerebro escucha dos voces. Una me anima a atender la urgencia, agradecida por semejante préstamo sanitario. La otra, proviene de esa tiparraca que vive dentro de mi cabeza y que, en los momentos menos oportunos, me pone verde sin piedad: qué clase de madre eres que no llevas ni una triste tirita en la mochila, eres una irresponsable, qué vergüenza... Una vez más, me toca patearle el trasero para no perder el norte... ¡Qué cruz!