e cumplen estos días los 500 años de una transformación personal que dio origen a la empresa de orígenes vascos de más universal impacto: la Compañía de Jesús. Se cumplen ahora 500 años de una herida personal que fue fértil y que terminó transformando, por medio de tesón y de fe, el mundo de entonces y el de ahora. Se cumplen 500 años de que un bolardo lanzado por las tropas franco-navarras se colara entre las piernas del gallardo soldado que era Iñigo, segundón de los de Loyola, que servía en la corte de Castilla primero y en la del virrey de Navarra después.

Cuando comenzó el asedio con sus cañones, los soldados que defendían la plaza pamplonesa para el rey de Castilla se confesaron entre ellos, según era costumbre ante la batalla cuando no hubiera sacerdotes a los que recurrir. "Entonces una bombarda -cuenta el propio Iñigo- le acertó en una pierna, quebrándosela toda y, porque la pelota pasó por entrambas las piernas, también la otra fue mal herida". En las semanas de agonía y recuperación sufriría Iñigo esa transformación personal que, con el tiempo, cambiaría su tiempo.

Esta historia espiritual y religiosa permite lecturas más mundanas que quizá tenga cabida en estas páginas de política y actualidad. Esta historia nos habla, por ejemplo, de la complejidad de la historia. Desde el mirador del presente quisiéramos moldear los hechos históricos a nuestro gusto para que se adaptaran a nuestra mentalidad y nuestras necesidades políticas o ideológicas. Pero para acercarnos sin prejuicios a este episodio, lo más probable es que debamos añadir a su carácter de conquista castellana al menos otras claves de disputas de legitimidades internas, claves propias del momento de la expansión de las monarquías compuestas de la temprana modernidad, y claves de la disputa franco española que Francisco I y Carlos V llevarían a sus extremos más conocidos. Visto desde una identidad vascona no puede uno eludir ese regusto, tantas veces visto antes y después en nuestra historia, de algo de lucha entre hermanos. Quizá acercarnos al pasado para que nos hable directamente desde sus preocupaciones e intereses, sin pedirle que responda directamente a nuestras preguntas del presente sea un aprendizaje que nos queda por hacer a los que no somos historiadores.

A los pocos años, Iñigo, con la única fuerza de su voluntad estaba creando y liderando un movimiento que tendría alcance e impacto global en la religión, en la política, en el arte y en la ciencia, y que afectará a la vida de millones de personas de entonces y de ahora. Quizá esto nos pueda decir algo de potencia muy actual sobre el poder de las ideas para transformar el mundo.

Para ello Iñigo tuvo que estudiar a una edad tardía, sentándose a sus treinta y tantos en los bancos infantiles para afinar sus latines y terminando su formación mediados los cuarenta. Cuando hablamos de que la única forma de aprender es reconocer la pequeñez de lo que sabemos y de que nunca es tarde para aprender desde la humildad, recordemos que esto no lo hemos inventado en los tiempos de internet.

Del grupo de los fundadores el que más lejos llegó fue un hombre muy diferente a Iñigo y que además pertenecía a uno de los linajes que más se había significado en el conflicto navarro en la posición legitimista frente a los castellanos entre los que Iñigo -y tantos otros guipuzcoanos y vizcaínos- se situaban. La hermandad posterior entre el de Loyola y el de Javier nos habla quizá también del poder de la reconciliación para compartir sueños nuevos, mayores y mejores.