n esta sociedad parece que el llanto en público de los hombres solo se acepta y se valora positivamente si eres un futbolista o un entrenador que deja un equipo. Y tú, como hombre, lo sabes, como diría Julio Iglesias. Esas lágrimas del héroe futbolístico son siempre abrazadas con comprensión, cariño y emoción por el público; qué gran hombre, qué sensibilidad, qué humanidad, cuánto sentimiento. Pero no pasa lo mismo en otros contextos. Y es que los hombres habéis aprendido desde pequeños que lo de llorar no es lo vuestro. No por lo menos si queréis ser hombres-hombres. Habéis dicho y oído muchas veces la famosa frase: No llores como una niña. A veces cuando veo a un deportista llorar en rueda de prensa pienso que en ese momento le están saliendo todas las lágrimas que ha tenido retenidas en su interior durante toda la vida. Así, imagino que se aguantó las ganas de llorar cuando le hicieron daño en una pelea en el colegio, intentó disimular la congoja cuando aquella chica le dijo que no quería salir con él, lloró por dentro pero sin derramar una sola lágrima cuando se sintió traicionado por su mejor amigo, procuro disimular el pinchazo que sintió en la garganta cuando sus amigos le entregaron aquel regalo sorpresa, se aguantó las ganas de llorar cuando vio por primera vez a su hija recién nacida... Tal y como cantaba The Cure, Boys don't cry. Llorar se ha atribuido siempre a las mujeres y se ha relacionado históricamente con la debilidad. Llorar frente a otras personas, sin embargo, requiere en muchas ocasiones mucha valentía, por lo que supone de compartir algo íntimo y verdadero, y, en vuestro caso, el de los hombres, por lo que supone de romper con unos mandatos sexistas. Por eso quiero deciros que si uno de vosotros rompe a llorar a mi lado en el cine porque se ha emocionado con la película o llora en la calle al contemplar la belleza de los árboles en flor, en este caso también pensaré, como con el futbolista, qué sensibilidad, qué humanidad, cuánto sentimiento.