ste lunes me vacunaron. La faiser me han pinchado. 21 días de nada y a rematar la faena. Pasan los días y no me salen trompetillas en las orejas ni sarpullido entre las piernas. Todo marcha y en unas semanas estaré inmunizado... Contra el virus este. Por lo demás lo que no consigo es curarme de espanto. Contra eso me temo que no hay vacuna. Es una enfermedad crónica para la que no hay remedios mágicos ni tratamientos exactos. Las más de las veces lo más práctico es acudir a cuidados paliativos. Resignación lo llaman, y evita por lo menos esos incómodos y a veces inoportunos accesos de rabia e indignación. Hay quien la practica en su variante budista y quien como yo es más de Séneca, Marco Aurelio o Montaigne. Los hay también que se ponen a darle a Clausewitz, a Maquiavelo o a Sun Tzu, todos ellos ilustres tratadistas sobre el arte de la guerra.

Pero el resultado no mejora. El enemigo se muestra imbatible y no deja batalla por ganar, por intrascendente que parezca. Además, en muchas ocasiones, quien opta por esa vía no sólo no evita los accesos de rabia e indignación a que antes me refería, sino que suma a sus cuitas los moratones producto de los capones y collejas que recibe. Así que lo más propio es mantener la cabeza fría de puertas para fuera y templada, tirando a caliente, puertas adentro. Y para entretenerse, qué mejor que disfrutar viendo cómo crecen las fresas y florece el rosal. Agacharse, cerrar los ojos y embriagarse con el aroma de las clavelinas. Oír los pájaros mientras la brisa mece geranios y pelargonios y, si acaso, poner algún disco, a poder ser que no esté rallado, porque eso sería como un volver a empezar, con canciones en inglés para tener poco en que pensar. Que la vida es bella y ya verás... Que el encanto de cantar nos hará libres y vacunados y sin miedos volveremos a gozar a los pies de una bandera.