Adarak

Okiñena es, además de intérprete, un investigador concienzudo y un divulgador de la música clásica vasca, especialmente de la música del siglo XX. Sus estudios musicológicos sobre, por ejemplo, Aita Donostia son la referencia ineludible para acercarse a este autor. Con ese bagaje, el pianista se embarcó en una gira americana con programas de autores vascos. Esta experiencia tuvo un impacto inesperado en su trayectoria. En varios lugares de América (desde Uruguay o Argentina hasta Estados Unidos) su labor de divulgación se vio de pronto complementada por un papel de receptor de tesoros.

Unos asistentes se acercaron para confiar en sus manos partituras que se habían conservado en archivos privados a través de las décadas sin ser editadas, interpretadas o mucho menos grabadas. Pronto siguieron otras obras, algunas de autores desconocidos, otras eran piezas inéditas de algunos grandes. Okiñena se hacía así depositario temporal de un tesoro de patrimonio al tiempo vasco y americano que investigar y devolver a la vida cultural.

Okiñena recibía de este modo varios testigos de la presencia musical vasca en América y se tomó como una misión cultural casi personal no ya sólo rescatar musicológicamente estas obras sino ponerlas en circulación viva. De ahí, entiendo yo, el nombre de Adarak (ecos, en euskera de Iparralde).

Asociamos la palabra eco a una reproducción del sonido emitido, pero lo que nos llega de vuelta no es una copia exacta de lo enviado. Lo que el barranco o la cueva nos devuelven rebotado es distinto, está lleno de alteraciones que son tan traidoras como creativas. De la misma forma que los errores de réplica genética moldean nuestra evolución ese actuar transformador del eco es el que define la evolución de la cultura. Cada obra cultural es así una trasmisión alterada de fragmentos de memoria y de conocimiento que en el mejor de los casos tiene hallazgos creativos por choque y contraste original, por destilación, regurgitación o decantación interna de contenidos ajenos. Quizá a veces podemos añadir un aliño propio, un estilo, a los ingredientes que nos encontramos en nuestro caminar.

Hace unos años vivimos una polémica, quizá no del todo bien enfocada, sobre la idea de apropiación cultural. Que el patrimonio debe ser respetado es correcto, pero no lo es menos que cualquier tradición cultural es por definición apropiación de lo hemos visto u oído al vecino, es cambio de lo recibido, es transformación e incluso traición o al menos juego, es adaptación e innovación... es una sucesión interminable de ecos enviados y recogidos, transformados y devueltos a la circulación.

El disco Adarak que ahora se nos presenta es un buen ejemplo de esto. Son ecos de tradiciones vascas y americanas, de formas populares y académicas, de sonoridades clásicas y contemporáneas que se enriquecen con el dolor del exilio, con la nostalgia de lo perdido y con la dulzura de la esperanza de nueva vida en nueva y fértil tierra. Adarak no es sólo una investigación musical de primer nivel, es una bellísima reflexión sobre nuestra historia, sobre nuestra memoria, sobre nuestra identidad al tiempo local y universal, sobre una tradición que sólo se enriquece si es expuesta al riesgo, al cambio y a la aventura. Es una oportunidad para preguntarnos quiénes somos. Es una ventana para mirarnos desde atrás y hacia delante.