scuchaba el debate parlamentario sobre un plan piloto para que a los 18 años los jóvenes puedan emanciparse, cuando la joven proponente de Bildu dijo que "este modelo enormemente familiarista se empeña en pensar que a la chavalería les ayudarán sus madres o sus supuestos padres".

Aparte de sentirme repentinamente supuesto, no me pareció que la aitafobia de expresar el desapego por los que son padres fuera la mejor manera de defender el preponderante papel de la mujer en el proceso de procrear, cuestión de la que no dudo, pues salvo sembrar con gusto, nada más tuve que hacer en mi trabajo de progenitor.

Bueno, de intento de progenitor, porque no sé si fui yo el que sembró, que incluso siendo los críos pequeños, cada vez que visitábamos a mi familia política, eran continuas las exclamaciones de admiración sobre el parecido de los chavales con el abuelo, los tíos o las tías. Nadie habló de que ninguno se pareciera a mí, lo que, aun produciéndome desazón, me alegró por los niños, que no serían escuchimizados, ya que imaginé que puesta a buscar genes, mi pareja lo haría entre machotes más presentables. Y es que estoy acostumbrado a ser supuesto, pues mis aitas y mis cinco hermanos eran A+, mientras yo salí A-, lo que provocó alguna torva mirada de aita.

Aun sabiendo que es más sencillo que a la madre se le vincule con la criatura nacida, creo que aquella joven Bildu parlamentaria debería atender a su compañera doña Rebeka Ubera, quien insiste que Osakidetza es uno de los mayores desastres de este país por culpa del Gobierno, lo que le debería preocupar, en tanto es posible que al nacer un niño, en esa anarquía organizativa, vete a saber a qué supuesta madre se lo entregan. También debería aprender que ser aita o ama es cuidar, guiar, dar cariño y de vez en cuando la paga, no el fruto de un polvo, que eso es ser progenitor.