an Prudencio ya está aquí. Llueve a cántaros. El santo y su cielo no se empapan. Ocultos tras las nubes parecen no darse cuenta de que este año tampoco hay romería que reventar. Mientras tanto, a espera de caracoles y perretxikos seguimos aquí, quien más quien menos, buscando chiribitas para deshojar. Que si salimos o no; que si nos vacunamos o no; que si adoramos la cruz o la quitamos; que si estuvo bien o no tirar conventos, estaciones, plazas de abastos, casas fuertes, palacios, palacetes, comercios con solera€ Pero no hay chiribitas que deshojar. Nuestros jardines no soportan el blanco de sus pétalos, somos green. Y por eso, en la ciudad del autobús eléctrico y el tranvía sostenible, en cuanto asoman inocentes las lindas florecillas ponemos en marcha un batallón de ruidosas segadoras a motor de explosión y devolvemos a los parques y jardines su prístino verdor. Lejos quedan aquellos tiempos de la infancia en los que aprendimos a tomar decisiones deshojando florecillas, una tras otra hasta que por fin salía el sí o el no que con tanta ansia buscábamos. Ahora somos más prácticos y coherentes. Si somos green lo somos, y nada de más colores, que por eso debe ser también este afán desmedido por hacer todas las plazas igual de grises. A mí, sin embargo, me encantaban aquellos nervios inherentes al proceso de toma de decisión, casi más que cazar ranas o grillos. Quizás sea por eso que resulta tan difícil decidir nada en esta ciudad, porque nos llevamos por delante las herramientas importantes para ello, con desprecio, sin saber a ciencia cierta si han cumplido las flores su biológica misión pero con la certeza de que aún tenían mucho que aportar no ya a nuestro destino, sino incluso al placer estético de su contemplación. Sigue lloviendo, y ya no sé si acercarme a Armentia o no, pero, eso sí, preferiría que la decisión la tuviese una flor.