studiando mi carrera universitaria, volvía los viernes donde de verdad desarrollaba mis emociones, a Antzuola. Allí, sábados y domingos, después del poteo con vino, comía en familia y bajaba al Ongi-etorri con los amigos a jugar la partida mientras consumíamos Soberano o 103, dependía del mal gusto de cada cual. Años después empecé mi carrera de dolencias hasta llegar al actual estado pluripatológico, siendo probable que, además de déficits genéticos, aquella anterior época crápula de mi vida no fuera de ayuda para mi débil organismo. Tras escuchar el vivo debate sobre diferentes marcas de vacunas, llegando a oír en ETB a gente dispuesta a recibir una marca y no otra, como si de elegir ron para el cubata fuera, me he parado a pensar que jamás leí, ni nadie que conmigo estuviera, las etiquetas de aquellos coñacs que trasegábamos sin compasión, ni las de aquellos vinos petroleros que ventilábamos de trago, entre otras cosas porque, en general, carecían de cualquier identificación, no fuera que alguien venido de alguna ciudad más ilustrada los oliera y los demandara por la vía de legislación antiterrorista. Tampoco en la plurimedicación de mis politranstornos he leído nunca los prospectos de las medicinas, hasta que el otro día, a raíz de los posibles efectos de las vacunas, hice un repaso de los mismos. Dios mío, jamás imaginé los riesgos que corro cada mañana cuando ingiero esas píldoras, muchos de ellos por solo cada mil personas. Pienso que si la gente dudosa leyera, aunque sea por encima, los prospectos de los medicamentos que seguro toman con frecuencia, aunque sean de los más comunes, ya no tendrían temor a cualquiera de las vacunas que se les ofrece. Y no te digo si los bebedizos que han consumido a lo largo de su vida hubieran tenido etiquetas con sus contraindicaciones y efectos secundarios. Ahora estarían rogando a la virgen de Lourdes cualquier vacuna.