e trata de la fotorrecepción de una longitud de onda situada entre los 618 y 780 nanómetros: dicho en román oaladino, una descarga luminosa que el ojo percibe -si no es daltónico cerrado, como Horacio- en una gama que se asemeja a ciertos fenómenos naturales. Pero el rojo es mucho más que una simple categoría perceptiva con unas características físicas determinadas.

Por algún motivo, se ha transformado en nuestra cultura a lo largo de los siglos en un elemento semiótico y simbólico hermanado con el peligro, posiblemente porque aquellos primeros hombres lo relacionaban con la sangre que brotaba de su cuerpo y las llamas de los fuegos devastadores.

Los barrios rojos que disfrutan muchas ciudades del mundo se vinculan con la vida alternativa, noctámbula y alejada de los patrones conservadores. La imagen estereotipada de los viejos prostíbulos está identificada con unas luces rojas en la puerta, una suerte de llamada al pecado.

La señalética de tráfico y movilidad nos ha codificado que la marca verde es buena y permite atravesar calzadas y traspasar umbrales, mientras el cartel rojo y los semáforos con bombillas encarnadas nos alertan de un riesgo y nos impiden el tránsito.

Y finalmente el lenguaje de las ideologías, vinculado con banderas y colorines, nos ha instalado una dicotomía cromática donde los azules son coloraciones cálidas de carácter más derechista, mientras el rojo es inequívocamente el signo del comunismo y la izquierda.

Y ahora que Horacio se levanta cada mañana escrutando los datos de la incidencia del pendemonium en Gasteiz y Araba, nos han impuesto de nuevo la idea de que permanecer en zona roja es jodido. Pues hay que darle la vuelta al sistema, una vez más. Horacio es rojo pasión y lo predica, y no quiere renunciar al pecado ni a la mirada alternativa porque la sangre y el fuego son la esencia de la vida.